Paseos en el acompañar
AT- Nahuel S. Gómez
Una de las actividades a las que nos vemos comprometidos en el día a día del acompañar tiene que ver con los paseos. Muchas veces entendida como una actividad de ocio sin más puede ser pensada desde el campo del acompañar como una posibilidad de trabajo en relación a múltiples cuestiones –desde favorecer una mayor orientación tempo-espacial hasta promover las habilidades sociales– que exceden lo meramente ocioso del paseo.
Es por eso que “el pasear” como articulador del acompañamiento merece ser deconstruido para poder dilucidar qué estatuto tiene dentro de éste.
El pasear junto al acompañado, en primer lugar, implica una dinámica que pretende llevar las coordenadas espaciales del mero esparcimiento a una posible apropiación del espacio público, de un pasear donde sea posible articular algo del desear del acompañado.
Pasear en donde, a su vez, se imbrican las coordenadas de tiempo y espacio. Gabriel Pulice refiere que se deberán promover las paradas, las detenciones marcando la importancia de la temporalidad del sujeto para habitar ese espacio inédito –más allá de visitar los mismos lugares que el acompañado acostumbra visitar aun antes del comienzo de un acompañamiento, podemos pensar que se tratarán de espacios nuevos, espacios subjetivados–, aspecto problemático cuando de salir de la lógica alienante de los lugares ocupados por el paciente en su historia personal se trate.
Ese transitar desde lo privado hacia lo público implicará, como primera cuestión, que lo público sea lo suficientemente externo para apostar a una salida exogámica en términos geográficos, pero no tanto como para tornarse un espacio amenazante –en base a su total extrañeza y extranjeridad– para el sujeto.
Asimismo, el estatuto de lo privado tiene que encontrarse lo suficientemente consolidado para permitirle al sujeto, ante el avance de lo de lo extraño del mundo exterior, relibidinizar lo propio –movimiento que Freud articula a propósito del análisis del caso Schreber en relación a los dos tiempos de la psicosis: retraimiento de la libido de los objetos del mundo y, posteriormente, relibidinizacion de éstos, ya con otro estatuto– al modo del “búnker” en episodios bélicos.
Recuerdo en este punto el caso de un acompañado cuyos padres “exigían” al equipo de acompañantes que pasemos las horas que duraba el acompañamiento, fuera de la casa. En el discurso parental parecía leerse que uno de los objetivos de trabajo fundamentales era que ellos pudieran tomar un descanso del joven, quien era altamente “demandante”.
Esto en ocasiones producía situaciones harto complejas en las cuales los padres echaban literalmente de la casa al joven –con peleas de un grado elevado de violencia verbal principalmente– y cerraban la puerta por detrás de él con distintos cerrojos. Impedido, en principio, de volver a su casa, el joven se encontraba –aún en la compañía del acompañante en un principio– ante lo terriblemente ominoso que se le tornaba el afuera.
Ante esto la intervención fue, lejos de sostener la “actividad” –el paseo– a todo costo, explicarle a la familia lo terapéutico que resultaba para el joven refugiarse en su casa o al menos tener la posibilidad de entender dicho espacio como tal y, de ese modo, reducir la posibilidad de situaciones de peligro a las que se exponía el mismo allí ya que el acompañado, al ver las miradas “amenazantes” de los extraños callejeros, respondía con insultos e invitando a peleas –invitaciones que, por cierto y “por suerte”, la gente no siempre aceptaba.
Volviendo al paseo como operador del acompañar, una de las figuras que permite pensar algunas de las cuestiones antes mencionadas tiene que ver con el “paseante” –o flaneur como su término en francés lo indica–, que podemos desprender de la poesía de Charles Baudelaire.
La actividad propia del paseante, la “flanerie” –que podría traducirse como callejeo o vagabundeo– corresponde al vagar sin rumbo fijo por las calles, sin un objetivo prefijado ni un destino determinado, en donde el paseante se encuentra receptivo a las vicisitudes que fueran surgiendo a su paso.
Si tomáramos como referencia para pensar el AT, y más precisamente los paseos dentro del AT, a esta figura, cabría preguntarse sobre quien recaería este “vagar sin rumbo fijo”. O como dijera la célebre canción “vagando por las calles / mirando la gente pasar / el extraño de pelo largo sin preocupaciones va”.
El acompañante será ese extraño no totalmente ajeno, diferenciable a partir de algún rasgo –el “pelo largo”– que permitirá que sea un otro con un deseo no anónimo, que acompañe los procesos de subjetivación y autonomización del acompañado.
A su vez, podemos diferenciar esta postura de la llevada adelante por los filósofos llamados “peripatéticos”, aquellos que formaron una escuela de filosofía fundada por Aristóteles. El nombre proviene del griego peripatein y significa “pasear”, pero con la característica de que en dicha práctica podemos encontrar una diferencia crucial con lo anterior.
La postura del Flaneur implica un dejarse llevar y, por ende, no “pensar demasiado” tanto hacia dónde se está yendo o lo que se está haciendo, poniendo en juego algo de la perdida –“el perderse”– como una forma de encarnar la falta en ser –en relación también a la imposibilidad de poder articular geográficamente el deseo del acompañado a través de dictaminar desde el lugar de acompañante el “hacia donde ir” –.
La postura de los paseos de los peripatéticos, en cambio, implicaba un reflexionar y filosofar sobre las cuestiones cruciales de la vida, es decir: un canto al pensamiento y a la reflexión por sobre todas las cosas. En estos, el “perderse” a consecuencia del reflexionar, se encuentra más cerca del mecanismo defensivo del obsesivo quien se sustrae del deseo sobreinvistiendo el pensamiento.
En definitiva la propuesta que se plantea es la de poder acompañar el proceso de un deambular el espacio a una apropiación subjetiva del mismo, para que el acompañado pueda lograr pasar de lo privado a transitar lo público desde otro lugar, sin perder su mismidad en ese pasaje.
Entender el tránsito de un espacio al otro como la transformación de la utopía, en términos de “no lugar” como su significado etimológico lo indica; a la construcción heterotópica de un “otro lugar” –valga desde ya la explicita redundancia–.
Es decir, dado que la realidad subjetiva del acompañado implica en muchas ocasiones algo del orden del no lugar en términos del discurso familiar –aunque a veces haya un lugar en términos de “el que no puede”, lo cual trae consecuencias que requerirían otro escrito para desarrollarlas–, pensar en términos heterotópicos implica la apertura hacia espacios nuevos.
Si bien para Foucault las heterotopias son aquellos espacios ubicados siempre en los márgenes, en el acompañamiento de lo que se tratará es, desde una ética que rescate siempre los aspectos singulares y únicos del acompañado, del armado de un espacio propio del mismo entendido tanto a nivel geográfico y tópico, como a nivel vincular.
La construcción de un otro lugar implica, interpela y responsabiliza al sujeto acompañado en dicha construcción; no puede dejarlo por fuera de ella. Enlaza el deseo como combustible que motoriza ese pasear. El acompañado es artífice y protagonista de cada paso que se da; lo cual no es poco, toda vez que solemos trabajar con pacientes que se encuentran inhibidos en la articulación de su deseo.
A los familiares de quienes acompañamos a diario suelo decirles que no importa tanto adonde se salga a pasear ni cuanto se demore en dicho paseo, como que se salga.
Es por lo anterior que una dirección de la cura del acompañamiento, entendida en términos topográficos, debe tener como vector el pasear, el transitar; es decir, el pasear como objeto vivo de constante cambio y no el paseo como objeto inerte de la “actividad por realizar”.
El meollo no se encontrará en el paseo de por sí, sino en aquello que se logre con el paseo: la progresiva autonomía del sujeto acompañado, o desde una lectura que se pretenda psicoanalítica, la salida exogámica en ese interjuego dialéctico de sucesiva alienación/separación.
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